Atonement

"Que la vida iba en serio uno lo empieza a comprender más tarde"

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Mis libros de 2022

Este 2022 le dieron el Nobel de Literatura a Annie Ernaux y el Nacional de Narrativa a Luis Landero. Y eso me hizo muy feliz. Este 2022 me mudé, me fui a vivir sola, gasté mis vacaciones de verano entre desiertos y glaciares y el trajín de aviones y países dejó poco espacio para la lectura. Cuando en septiembre retomé el hábito aún no sabía que un alud se lo llevaría todo por delante. De nada sirvió poner mi vida patas arriba en busca de *otra cosa*. Mis problemas de salud han marcado estos meses finales de año en los que han desaparecido las ganas de leer -y de casi todo-. Entre unas cosas y otras eso se traduce en una lista de lecturas más corta que años precedentes (la podéis consultar aquí), pero si miro atrás también hay un puñado de títulos que me han hecho muy feliz.

‘La ciudad de los vivos’, de Nicola Lagioia (Random House). Qué barbaridad de libro. Nicola Lagioia estuvo cuatro años investigando este caso real, el de un crimen atroz e incomprensible. Marco Prato y Manuel Foffo son dos tipos de clase media alta, con problemas afectivos, con problemas con las drogas. Dos tipos que se encuentran y entonces se produce una especie de alquimia. Una conexión psíquica que los convierte en dos psicópatas -¿o lo eran ya antes?-. Ninguno de los dos sabe explicar qué les llevó a atraer al apartamento de Foffo a un chaval de 23 años, Luca Varani, al que mataron a navajazos y martillazos. Lagioia narra con pulso el asesinato, la investigación y convierte a Roma en un personaje más de la trama. Uno de los libros que más he recomendado este 2022.

‘Volver la vista atrás’, de Juan Gabriel Vásquez (Alfaguara). Lo primero que me sale es pedir perdón por no haber leído nada antes de Vásquez, el escritor que más me ha deslumbrado en los últimos meses. En ‘Volver la vista atrás’ entrega la biografía novelada del cineasta Sergio Cabrera y viaja de Colombia a China para hablar de Comunismo, revoluciones e ideales rotos. El talento de Vásquez para narrar esa vida de película es descomunal, pero también para trazar esa línea invisible que une a padres e hijos. Las decisiones de unos y las consecuencias sobre la vida de los otros.

‘Vivir con nuestros muertos’, de Delphine Horvilleur (Libros del Asteroide). Un libro hermosísimo en el que Horvilleur, una de las rabinas más famosas de Francia, habla sobre el duelo, despliega su conocimiento sobre la Shoá y la Torá, habla del rito como inicio de la cicatrización. Del consuelo. Es curioso cómo la rabina consigue construir un canto a la vida hablando sobre la muerte.

‘Memorial drive’, de Natasha Trethewey (Errata Naturae). Un libro doloroso y lleno de belleza. El canto de una hija a la madre muerta. Podríamos decir que son unas memorias o un libro para hacer justicia, para reivindicar a su madre, asesinada por su ex marido, una mujer que fue víctima de la violencia machista -de un sistema patriarcal-, pero también del racismo. Trethewey, poeta y Premio Pulitzer, escribe sin un ápice de sensiblería para conseguir conmover al lector hasta las lágrimas. Hablé sobre el libro en Efecto Doppler, y merece la pena escuchar a la propia escritora.

‘Efectos personales’, de Marina Mariasch (Emece). Al hacer repaso sobre los libros que más he disfrutado este año voy viendo las conexiones existentes entre ellos, y en el mapa que he conformado este 2022 parece que las relaciones familiares y la muerte tienen un papel fundamental. Marina Mariasch escribe un libro a medio camino entre la memoria y el ensayo para reflexionar sobre el suicidio de su madre y sobre las consecuencias que ese suceso tuvo sobre ella y sobre su entorno. Mariasch no sabe qué llevó a su madre a tomar esa decisión, ni siquiera sabe si saltó desde una ventana o un balcón de un hotel, y desde esa búsqueda construye también un tratado sobre el amor. “Mamá se quiso sacar de encima el amor y como no pudo se sacó de encima el mundo”.

‘Pequeñas desgracias sin importancia’, de Miriam Toews (Sexto Piso). Toews también habla del suicidio y de su propia vida, pero desde otro punto de vista. La hermana de la escritora luchaba cada día por quitarse la vida en una carrera en la que su familia trataba de impedirle lograr su objetivo. Pero, ¿qué hacer cuando tu hermana te pide ayuda para morir? ¿cómo se afronta eso? Toews relata esa realidad en las páginas de ‘Pequeñas desgracias sin importancia’, un libro que afronta muchos de los tabúes que rodean a la salud mental y lo hace, y esta es su gran fortaleza, sin perder el sentido del humor. Consiguiendo hacer reír al lector.

‘Bastarda’, de Dorothy Allison (Errata Naturae). Un relato crudísimo sobre el abuso infantil, un libro que a veces te hace revolverte, en el que pareces experimentar la violencia que respira el relato. La maestría de Allison para construir a la protagonista, una niña que siente odio, deseo, rechazo, miedo, es el punto fuerte de este libro incómodo que ahora rescata Errata Naturae. «Todos habíamos deseado algo muy sencillo: amar y ser amados, y sentirnos a salvo, pero lo habíamos perdido, y yo no sabía cómo recuperarlo».

‘La sombra’, de David Cabrera (Libros del KO). Un libro que podría definir como droga para periodistas. Cabrera pasó varios años entrevistándose con un asesino e investigando su historia. Con un tipo que una noche de copas mató a un hombre de una puñalada, que fue juzgado y sentenciado, pero que decidió no ingresar en la cárcel. Prefirió esconderse y no lo hizo en ningún paraíso lejano, se escondió en su propio barrio, a la vista de todos, regentando incluso un bar, moviéndose en el mundo del hampa. Una historia alucinante sobre cómo ser invisible durante tres décadas, sin ni siquiera un DNI o una tarjeta de la Seguridad Social. Spoiler: la sombra sigue siendo la sombra, no conocemos su identidad.

*Y hablando de libros sobre periodismo este 2022 no quiero dejar de recomendar ‘Los muertos y el periodista’, de Óscar Martínez (Anagrama), un relato que derriba el mito del periodismo como el oficio más hermoso del mundo y en el que Martínez, uno de los salanegreros de El Faro, cuenta su experiencia como periodista en una de las zonas más peligrosas del globo, cómo ha sido su carrera cubriendo violencias en Centroamérica.

‘Los Effinger’, de Gabriele Tergit (Libros del Asteroide). La historia de una familia judía berlinesa sirve para recorrer la historia de Alemania desde la época de Bismarck hasta la II Guerra Mundial. No os dejéis asustar por su grosor, porque Tergit teje una novela llena de escenas cotidianas y es capaz de explicar a través de ellas los cambios en la sociedad, y si a lo largo de cuatro generaciones vemos cómo los nietos descubren el feminismo o la lucha de clases, también asistimos al cruel momento en el que una de esas nietas tiene que escuchar que los judíos no son alemanes. Un ejercicio de memoria monumental.

*

¡Felices lecturas en 2023 y mucha salud!

**

Y una canción.

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Un Viaje por la Feria

Hace unos días estuve en la Feria del Libro de Madrid grabando un experimento. Hablé con Aldo García, de la Librería Antonio Machado, y Pepa Arteaga, de la Librería Miraguano, y fue bonito escucharlos recordar las más de cuarenta ferias que llevan a sus espaldas. Todos añoramos a Carmen Martín Gaite y ese es, también, un hilo invisible que nos conecta. Vino Jacobo Bergareche con ‘Los días perfectos’ y charlamos de amor y desamor, del arte de saber despedirse, de la pena, la nada y el ron, de Faulkner y Salinas. Andrea Momoitio ha estado varios años persiguiendo una obsesión, restituir la memoria de una prostituta que murió en la cárcel de Basauri en el 77, María Isabel Gutiérrez Velasco. Y hablamos sobre memoria y desmemoria a propósito de ‘Lunática’. Julio Llamazares lleva toda su vida escribiendo sobre la España invisible, la que se comieron los pantanos, mucho antes de que se pusiera de moda reinvindicarnos a nosotros, los que nacimos en esa España que se extingue. Y me dedicó su ‘Primavera extremeña’.

El resultado lo podéis escuchar aquí.

Mis libros de 2021

Han pasado doce meses, un año, y tengo la sensación de que estaba escribiendo el post sobre mis libros favoritos de 2020 hace apenas un día. Si algo define mi 2021 es la sensación de tiempo suspendido, de un relato que no avanza, como si me hubiera convertido en un oso en hibernación. Tal vez esa sensación de aletargamiento no sea más que una consecuencia -otra- de vivir en pandemia permanente.

Los libros son refugio y consuelo, y aunque llego al final de año con prácticamente los mismos leídos que en el ejercicio anterior (la lista completa está aquí) tengo la impresión de que he leído menos que en 2020. O peor. También porque durante semanas he sido incapaz de pasar una sola página sin saber muy bien el motivo. Pero dejando la cháchara al margen, ahí van mis favoritos, sin un orden claro.

Desmorir. Una reflexión sobre la enfermedad en un mundo capitalista’ (Sexto Piso). Es un libro durísimo, poderoso, en el que la autora narra su propia enfermedad para construir un relato universal. Anne Boyer tenía 41 años cuando le diagnosticaron un cáncer de mama triple negativo, uno de los más agresivos, uno sobre el que no sabía nada. REflexiona sobre la importancia de los cuidados, sobre quién recaen. ¿Qué pasa cuando enfrentas una enfermedad mortal en una situación económica precaria y sin una familia que te sostenga? Que días después de someterte a una doble mastectomía tienes que ponerte frente a un grupo de alumnos e impartir una clase porque tu hija tiene que comer. Lo que más me gusta de Boyer es que le prende fuego al mito del lazo rosa, en las páginas de ‘Desmorir’ escribe: “La literatura nada como pez en el agua en todo tipo de prejuicio existente“. Ella sale del estanque para darnos un bofetón y recordarnos que vivimos en una sociedad enferma.

A partir del minuto 33 podéis escucharme aquí, en Efecto Doppler, de Radio 3, hablando de forma más amplia sobre el libro.

‘La mitad evanescente’, de Brit Bennett (Random House). En tiempos de experimentación y autoficción, me gustó volver sobre una novela clásica. Un novelón de los de siempre, de esos que te enganchan muchísimo. Bennet habla sobre raza y género y sobre racismo entre negros. El relato abarca tres décadas, entre los cincuenta y los ochenta, pero suena poderosamente actual. Y arma un relato universal sobre la identidad, sobre cómo nos construimos y mentimos al contarnos.

‘Tienes que mirar’, de Anna Starobinets (Impedimenta). El libro que más me ha impresionado este año, el que me ha llegado más hondo. No hay ficción, es la historia de la propia autora. Starobinets tuvo que someterse a un aborto tardío por razones médicas y eso en su país es imposible. Ésta es una historia sobre las consecuencias psicológicas aparejadas al proceso, pero es también una historia de terror sobre las instituciones sanitarias rusas. Al final, el aborto se llevó a cabo en un hospital alemán donde le decían “tienes que mirar”. Tienes que mirar a tu hijo muerto o te arrepentirás toda la vida. Mirar, aunque nos duela, porque es la única forma de avanzar. Hablé sobre el libro de Starobinets en Efecto Doppler, a partir del minuto 30.

Lejos de la potencia narrativa de Starobinets, pero Marta Barrio también ofrece un relato sobre el aborto voluntario por razones médicas que merece la pena leer en ‘Leña menuda’ (Tusquets).

Nunca serás un verdadero Gondra’, de Borja Ortiz de Gondra (Random House). Me llama poderosamente la atención que esta novela haya pasado tan desapercibida. No había visto las obras de teatro del autor sobre su familia, pero disfruté mucho leyendo este libro. Una novela sobre secretos familiares, construcción de la memoria, la importancia de las lenguas. Un libro atravesado por la violencia, de alta o baja intensidad, pero siempre presente en Euskadi. Un recuerdo de que uno nunca puede huir de sus raíces, ni de lo que causa su dolor e infelicidad.

Hamnet’, de Maggie O’Farrell (Libros del Asteroide). Debería encabezar todas las listas de mejores libros del año. La capacidad para mirar y para contar Maggie O’Farrell está a otro nivel. Aquí habla sobre Hamnet, uno de los tres hijos de Shakespeare y muerto a los once años víctima de la peste, suceso que está en la génesis de ‘Hamlet’. Pero en realidad lo que hace O’Farrell es enhebrar un relato con toques incluso mágicos en el que la protagonista es la mujer de Shakespeare, Agnes, porque si de algo sabe la autora norirlandesa es del dolor que causa la maternidad. Y qué forma de narrarlo.

‘Asylum Road’, de Olivia Sudjic (Alpha Decay). Es un libro perturbador y diría que inclasificable. Una novela que excava en los traumas infantiles y en las heridas de la guerra y el exilio. En unas secuelas que son físicas, pero también psíquicas y en cómo a partir de ahí se construyen relaciones. Un libro que habla sobre la incapacidad para comunicarnos. Y el final me dejó temblando.

Ayer’, de Agota Kristof (Libros del Asteroide). He recomendado mucho este libro, pero sin saber explicar el motivo, porque creo que es tan duro y tan bello que no se puede explicar. Una novela llena de disfraces y trampantojos que habla sobre el desarraigo, el amor, la soledad o las ilusiones. Las ilusiones que perseguimos toda la vida y con las que no podemos hacer nada cuando se convierten en realidad.

Poeta chileno’, de Alejandro Zambra (Anagrama). Una de esas novelas hermosas que te acompañan mucho después de doblar la última página. Zambra tiene la capacidad de elevar a literatura lo cotidiano. La novela habla de amores a destiempo, de relaciones paternofiliales que no se ajustan a un canon y de poetas que beben de otros poetas. ¿La poesía, la literatura, no forma parte también de una misma familia? Me gusta mucho algo que escribe Zambra: “ahí están esos poemas que acaba de leer, poemas que demuestran que la poesía sí sirve para algo, que las palabras duelen, vibran, curan, consuelan, repercuten, permanecen”.

‘Bluets’, de Maggie Nelson (Tres puntos). Qué belleza de libro, a medio camino entre el ensayo y la prosa poética. Qué forma de hablar de multitud de obras artísticas y ser capaz de relatar, al tiempo, una dolorosísima ruptura sentimental. Todo unido por la fascinación por el color azul. Cuánto lirismo en forma de enumeraciones. En Efecto Doppler a partir del minuto 29.

238. Quiero que sepas, si algún día lees esto, que hubo un tiempo en el que hubiera preferido tenerte a mi lado antes que cualquiera de estas palabras; hubiera preferido tenerte a mi lado más que todo el azul del mundo.

‘Un verdor terrible’, de Benjamin Labatut (Anagrama). Lo he leído casi sobre la bocina y, ¡guau! No es que explore las relaciones entre ciencia y literatura, que también, es que consigue crear un artefacto que nos hace cuestionar qué es la literatura. Habla de Fritz Haber o Alexander Grothendieck, de sus descubrimientos y las consecuencias que tuvieron para ellos. Genios convertidos en chalados. Labatut trata de explicarnos que el mundo es ininteligible en un libro que define como una novela basada en hechos reales.

*

Bonus track. ‘La gente no existe’, de Laura Ferrero y publicado en Alfaguara, ha llegado este año a las librerías. Yo comencé a leerlo muchos meses antes por piezas porque tengo la suerte de ser su amiga. Concedeos vosotros el placer de descubrirla a través de esos relatos que hablan de hacerse mayor, de la búsqueda de los orígenes, de padres e hijos, del amor y las huidas.

**

Y una canción.

El cuarto de atrás

A Carmen Martín Gaite le debo innumerables ratos de felicidad, respuestas a muchas preguntas, y ahora también que me haya prestado el título de una de sus novelas, ‘El cuarto de atrás’, para la sección de entrevistas que he hecho este verano en el informativo 24 Horas de Radio Nacional. Han sido veinticinco charlas sin muchas pretensiones. No habría sido posible sin la ayuda de mi compañera Beatriz Rodríguez, que me ha ayudado con la producción y ha templado mis nervios.

Os dejo los links por si os apetece escucharlas:

Jorge Herralde, editor y fundador de Anagrama.

Rosa Conde, ex ministra portavoz. La primera mujer en ostentar el cargo.

David de Jorge, cocinero y showman.

Maixabel Lasa, ex directora de la Oficina de Atención a las Víctimas del gobierno vasco y viuda de Juan Mari Jauregi, asesinado por ETA en el año 2000.

Rosa María Calaf, periodista y ex corresponsal de RTVE en medio mundo.

Mariana Enríquez, escritora. Autora de esa novela monumental titulada ‘Nuestra parte de noche’.

Manuela Carmena, jueza y ex alcaldesa de Madrid.

Josep María Pou, actor.

Cristina de Middel, fotógrafa y miembro de la Agencia Magnum.

Martirio, cantante.

Lorenzo Caprile, modista.

Soledad Gallego-Díaz, periodista. Primera mujer directora del diario El País.

Anna Caballé, profesora universitaria, crítica literaria y escritora.

Andrés Trapiello, escritor. Hablamos sobre ‘Madrid’.

Juanjo Sáez, dibujante.

Soledad Sevilla, pintora.

Luis Landero, escritor.

Lydia Cacho, periodista y activista mexicana en defensa de los derechos de las mujeres.

Borja Sémper, ex político.

Pedro García Cuartango, periodista. Ex director de El Mundo y columnista de ABC.

Cristina García Rodero, fotógrafa documental. La primera española que entró en Magnum.

Rodrigo Cortés, cineasta y escritor. Hablamos sobre ‘Los años extraordinarios’.

Cristina Rivera Garza, escritora y profesora de la Universidad de Houston. Hablamos sobre ‘El invencible verano de Liliana’, el libro en el que relata el feminicidio de su hermana pequeña.

Pilar Palomero, cineasta. Hablamos de la aclamada ‘Las niñas’, pero también de feminismo o de Béla Tarr.

Laura Ferrero, escritora. Editora. Guionista.

Mis libros de 2020

Julian Barnes publicó su primera novela en 1980, Metroland. Y como todo escritor novel, nervioso y expectante, envió copias a amigos y conocidos. Entre los que recibieron un ejemplar del libro estaban los que habían sido sus colegas en New Statesman, con los que solía comer los viernes. Eran James Fenton, Martin Amis, Ian McEwan, Clive James y Christopher Hitchens. En las semanas siguientes todos tuvieron palabras de ánimo, aliento y hasta alguna felicitación para Barnes. Todos salvo uno. En una comida a solas con el amigo mudo Barnes se aventuró: “Hitch, ¿leíste mi novela?”. Y Hitch le miró, hizo una pausa, guardó un segundo de silencio -uno de esos golpes de teatro que décadas después le harían célebre- y solo cuando el autor de Metroland tenía ya el corazón en un puño respondió: “¿Leí tu novela? Dame una pista. ¿Va sobre dos niños que están juntos en la escuela, algo así?” Después divagó sobre el libro guardándose de deslizar un solo elogio. Fue cruel y despiadado, también fue brutalmente honesto. Esa es la palabra que mejor define a Hitch: honestidad. Y uno solo puede ser honesto intelectualmente empezando por sí mismo y siguiendo por sus mejores amigos. Siempre de frente, sin ambages, sin dobles discursos, mirando a los ojos. Hitch nunca tuvo miedo a incomodar, podía equivocarse pero no buscaba subterfugios, no construía falsas arcadias ni se escondía tras frases de guionistas estadounidenses. Hitch blandía la espada de la verdad.

Este 2020 tan triste, en el que miles de personas han muerto, en el que hemos pasado la mayor parte del tiempo encerrados, este año del ministerio de la verdad y de la posverdad de los afectos he regresado una y otra vez a Hitchens. He vuelto a reír imaginándolo como abogado del diablo en el proceso de beatificación de la madre Teresa. Me he emocionado releyendo su hermoso libro sobre Thomas Paine. He buscado sus vídeos en Youtube. Capaz de defender la ciencia frente a la fe glosando la belleza de un agujero negro. No sé cuántas veces le he escuchado recitar con un nudo en la garganta el Dulce et Decorum est de memoria. Sé que se emocionaba porque los versos de Wilfred Owen están llenos de verdad, de la verdad de un hombre que murió en las trincheras de la I Guerra Mundial.


(…)

Obscene as cancer, bitter as the cud

Of vile, incurable sores on innocent tongues,—

My friend, you would not tell with such high zest

To children ardent for some desperate glory,

The old Lie: Dulce et decorum est

Pro patria mori.

Christopher Hitchens y Julian Barnes siguieron siendo amigos hasta el último día, hasta que un cáncer de esófago acabó con la vida del gran polemista. La honestidad de Hitch fue, además, aleccionadora para Barnes, que tras aquella comida de 1980 jamás ha vuelto a preguntarle a nadie qué opina sobre un libro suyo.

***


2020 ha sido un año difícil para todos, pero no puedo más que estar agradecida. Jamás crecí tanto, jamás me sentí tan querida. Gracias a la gente verdadera -la que usa la brújula Hitchens- que teje mi red de afectos. Gracias por devolverme la fe, el sueño y los sueños.

Y como cada año, donde no llegan mis queridos amigos, llegan mis libros queridos. Hasta la fecha cerramos ejercicio con ochenta y cuatro a la espalda, creo que este año he explorado nuevos terrenos también en la narrativa. La literatura siempre es una forma de conversación y, es posible, que haya necesitado otros temas sobre los que dialogar.

Sin un orden claro. Mezclando ficción y no ficción. Vamos allá.

Tres mujeres, de Lisa Taddeo (Principal de los Libros). El deseo sexual femenino sigue siendo un tabú, da igual lo empoderadas que nos sintamos, es un tema que sigue incomodando a mucha gente. Aquí Lisa Taddeo cuenta la historia de tres mujeres aparentemente liberadas sexualmente a las que siguió durante ocho años. Y al poner la lupa va descubriendo otra realidad tras las apariencias. Mujeres a las que juzgan por tener apetito sexual, mujeres que se someten a los deseos de los hombres, mujeres frágiles y rotas que necesitan ser queridas. Es la historia de los silencios y las miradas reprobatorias que todas hemos sentido alguna vez. Y Taddeo arma el puzzle de la vida de esas mujeres con el pulso narrativo de un autor de novela negra.

El expediente, de Timothy Garton Ash (Barlin Libros). El historiador Timothy Garton Ash regresa a Alemania, país en el que estudió a finales de los setenta, para buscar su nombre en los archivos de la Stasi. Garton Ash enfrenta sus propios recuerdos a esos expedientes que sobre él elaboraron los espías encargados de vigilarle. Descubre la doble cara de algunas personas a las que recordaba con cariño. Pregunta y trata de encajar todos esos elementos para confeccionar su propio expediente. Pocos temas me obsesionan tanto como la construcción de la memoria, cuántos de esos recuerdos inventados de los que hablaba Oliver Sacks hemos dado por buenos y reproducimos como si fueran reales. Y el ejercicio que hace Garton Ash resulta apasionante.

Despojos, de Rachel Cusk (Libros del Asteroide). Hay pocos temas literarios más viejos que el de la ruptura amorosa, pero la crudeza con la que aquí escribe Cusk reinventa el género. No hay un ápice de condescendencia. Habla del matrimonio, de los conflictos entre el feminismo y la maternidad, de una relación que se deshace, de la irracionalidad y el egoísmo que a veces nos posee. El divorcio como un dolor físico. Como la extracción de una muela que nos deja un hueco que nunca más estará ocupado, pero con el que no sabemos qué hacer.

Simón, de Miqui Otero (Blackie Books). Simón Rico y su primo hermano Ricardo Rico -Rico, a secas- inventan una y mil vidas tratando de escalar en el ascensor social, pero todo sale casi siempre mal, solo ganan al billar. Se caen una y otra vez, pero aprenden a levantarse. Miqui Otero nos regala uno de los grandes antihéroes de nuestras vidas, y por el mismo precio la crónica de una Barcelona que va del glorioso año 92 al crepuscular siglo XXI en el que la precariedad nos ahoga.

Otero ha escrito una novela que es también un homenaje a todos los que crecimos enamorados de los libros y de su poder, a los que los concebimos como objetos mágicos. Aunque no se olvida de recordarnos que por muchas respuestas que haya en los Libros Libres al final hay que ser valientes e improvisar el final de tu propia novela.

Casas vacías, de Brenda Navarro (Sexto Piso). Una mujer pierde a su hijo mientras el crío juega en el parque; otra mujer roba a un niño en un parque. Ese es el punto de partida de esta novela durísima que habla de la maternidad, pero no solo. Es también un relato sobre la culpa, el miedo, el anhelo y nuestras propias contradicciones. Sobre cómo se puede ser víctima y verdugo. Y duele, y emociona.

La huella de los días, de Leslie Jamison (Anagrama Argumentos). Decir que es un ensayo sobre la adicción de Jamison al alcohol sería quedarse muy corta, ese es solo el hilo conductor de un proyecto mucho más ambicioso. La escritora estadounidense desgrana la vida de otros borrachos ilustres, como Jean Rhys o Raymond Carver, trata de acabar con ese mito (absurdo) del malditismo que sostiene que la genialidad de escritores como Hemingway residía en su afición a la botella. Tiene tiempo Jamison de contar la historia de Alcohólicos Anónimos o de las políticas implantadas por distintas administraciones americanas para perseguir a los adictos. Y mientras hace todo eso se desnuda: anorexia, alcoholismo, relaciones que se ahogan en un vaso de whisky, lagunas mentales. El proceso de autodestrucción de una niña bien que empezó a beber para sentirse aceptada. Y la historia de su reinvención.

Nuestra parte de noche, de Mariana Enríquez (Anagrama). El de Enríquez es un universo lleno de maldad, de depravaciones, de monstruos, de cadáveres. Es una novela sobre cómo nos marcan nuestros orígenes, sobre lo difícil que es escapar de la herencia familiar, de nuestro propio destino. Donde el amor y la ternura son siempre aplastados por la oscuridad. Enríquez te lleva a la Argentina de la dictadura, a las fosas, exhuma una realidad omnipotente: la de las familias poderosas que asesinan y no pasa nada. Y eso, que sucedió anteayer, es un secreto que la selva revela a gritos.

No creo que haya lista este año que no incluya esta novela monumental que ha conseguido enganchar a todos los que no somos aficionados al género de terror, y que hemos terminado el libro con la boca abierta.

Ya sentarás cabeza. Cuando fuimos periodistas, de Ignacio Peyró (Libros del Asteroide). No soy lectora de diarios, me suelen aburrir. O eso pensaba. El autor te zambulle primero en un Madrid pijo, el de Embassy y el Balmoral, que da igual que nunca conocieras porque al final tú también terminas añorándolo. Después es él quien se zambulle en el periodismo y la política, para terminar contando la historia de un joven cronista político de lengua afilada, que escribe con mala baba, que no busca epatar ni quedar bien. Peyró nos agarra de la pechera a nosotros, los periodistas, y nos zarandea.

“Edad adulta: ese momento de la vida en que ser imbécil ya no es gratis”.

Ignacio Peyró escribe con una erudición al alcance de muy pocos en este país, es nuestro Chesterton. Si no me creen basta con que lean la introducción que le ha escrito a estos diarios. Uno de los textos más hermosos con los que he topado en los últimos doce meses.

Nadando a casa, de Deborah Levy (Siruela). Una novela sobre la tristeza y las enfermedades mentales, sobre los silencios que dominan nuestra vida, sobre los secretos familiares. Una novela extremadamente perturbadora y difícil de calificar. “La vida solo merece la pena porque tenemos la esperanza de que irá mejor y de que todos llegaremos a casa sanos y salvos”.

Hechos poco fieles, de Lena Andersson (Alfaguara). La protagonista, Esther Nilsson, está enamorada de la idea del amor y de la idea de estar enamorada. El problema es que en lugar de disfrutar de la parte bonita de ese sentimiento está hundida en el lodazal que puede también ser el amor, enamorada de un hombre casado que juega con ella una y otra vez. Convertida en el eterno segundo plato, menospreciada hasta la extenuación, incapaz de romper una espiral de dolor, esperando un milagro que no existe. No es una novela romántica, ni erótica. Es una novela dura y a ratos muy triste, donde Andersson -que tiene una forma de mirar precisa y fría- sigue explorando el universo de las relaciones imposibles y de la infidelidad.

Un hipster en la España Vacía, de Daniel Gascón (Random House). Enrique Notivol es el típico hipster madrileño que huye a un pueblo de Teruel para recomponerse de una ruptura amorosa (que es por lo que todos huimos). Y el bueno de Enrique se empeña en llevar su ecologismo, sus talleres para acabar con el heteropatriarcado, y todas sus ideas de la izquierda cuqui a un lugar donde no acaban de entenderlo. O donde más bien se ríen de él y sus ocurrencias. Gascón, poseedor de un humor inteligentísimo y afilado, convierte al pueblo en una especie de aldea gala en la que sucede de todo para ofrecernos un relato perfecto de esa España que se mueve alrededor del núcleo irradiador. Eso sí, hay que venir con ganas de reírse de uno mismo.

*

Felices lecturas en 2021.

Y una canción.

Podrías 1

Cuando a Carlos Fuentes le preguntaban por qué escribía el mexicano replicaba “¿por qué respiro?”.  Umberto Eco lo resumía con un “porque me gusta”. Están los que quisieron ser saxofonistas o astronautas o piratas, pero acabaron inventando las vidas que no pudieron vivir. “Llamadme Ismael”.

 

Me gusta este poema de Anne Carson:

«Si no eres la persona libre que quieres ser, busca un lugar donde puedas contar la verdad sobre ello. Contar cómo te va con todo. La franqueza es como una madeja que se produce a diario en el vientre, tiene que desenrollarse en algún lado».

 

 

Escribir para contar, para nombrar, porque si no lo nombras no existe. O como dice Héctor Abad Faciolince “cuando escribes de lo que no te deja vivir empiezas a vivir”. Yo no escribo, pero leo. Y cuando leo sobre lo que no me deja vivir empiezo a vivir. O al menos vuelvo a respirar.

 

El poema de Carson sigue (y termina) así:

«Podrías susurrar de cara a un pozo. Podrías escribir una carta y mantenerla guardada en la gaveta. Podrías escribir una maldición en una cinta de plomo y enterrarla para que nadie la lea por mil años. No se trata de encontrar un lector, se trata de contar. Piensa en una persona de pie, sola en un cuarto. La casa está en silencio. La persona lee un pedazo de papel. No existe nada más. Todas sus venas se pasan al papel. Toma la pluma y escribe en él unos signos que nadie más va a ver, le confiere así como una plusvalía,

 

y todo lo remata con un gesto

tan privado y preciso como su propio nombre».

 

 

El poema se titula Podrías 1. Porque en ese podrías cabe una vida entera.

 

Lo importante

Tengo miedo. Tengo un miedo egoísta e irracional. Tengo miedo de que le pase algo a mis seres queridos y no poder estar cerca.

El coronavirus es un monstruo con muchos tentáculos, que nos zarandea por todas partes. Nos hemos subido a una noria que no deja de girar, no paramos de consumir datos, de pensar en las consecuencias económicas y políticas de la pandemia. Yo también estoy preocupada por la recesión que se avecina, por los amigos a los que ya han incluido en un ERTE y los que están esperando. Yo misma me paso el día leyendo decretos con medidas económicas para tratar de amortiguar la catástrofe, pendiente de reuniones (estériles) por videoconferencia de jefes de Estado y de Gobierno, de lo que dice o deja de decir el BCE. Pero que no se nos escape lo importante.

Mientras escribo esto en España la cifra de contagiados supera la barrera de los diecisiete mil, hay más de novecientas personas en la UCI y 767 muertos. Setecientos sesenta y siete.  La gran mayoría de los fallecidos son mayores de sesenta y cinco años, muchos de los abuelos que rescataron a las familias durante la crisis de 2008. En 2020 son solo ancianos y parece que sus muertes ya no importan. Como si se hubieran convertido en seres invisibles, como si a sus familias no les doliera su ausencia.

Y yo estoy aterrorizada. Mi madre tiene 65 años y mi padre 67, ambos con patologías previas. Ambos viven en un pueblo de quinientos habitantes con el hospital más cercano a treinta kilómetros. La España Vaciada no es un relato mágico, ni el argumento de libros y películas. Es una realidad. La suya. La nuestra. Y yo vivo a trescientos kilómetros de distancia cargada de culpa.

Decía el otro día Carlos Alsina en su monólogo que “en una crisis como esta aflora todo lo que en verdad somos”. Ayer mis amigos S. y R. aseguraban en un grupo de Whatsapp, que es como se filosofa ahora, que si hay una realidad empírica que podemos extraer de estos días es que cuando uno ve cerca el fin del mundo siempre se acuerda de sus ex. Necesita hacer borrón y cuenta nueva. O tal vez sea que necesitamos una pandemia para ser capaces de separar lo importante de lo superfluo. Cuando más necesitamos sentirnos queridos. Cuando más miedo tenemos a la soledad. Cuando somos conscientes de que los trescientos kilómetros de distancia de casa son más que una cifra. Como esa cifra de 767 muertos que diez minutos después ya se ha quedado obsoleta.

 

Lo escribió Joan Didion al inicio de El año del pensamiento mágico:

“La vida cambia deprisa

La vida cambia en un instante.

Te sientas a cenar y la vida que conocías se acaba”.

 

 

Mis libros de 2019

Escribo este post con El corazón de Inglaterra al lado, hace un rato he subrayado una frase de Jonathan Coe: “cada pocos minutos llegas a un cruce y tienes que hacer una elección. Y cada decisión que tomas tiene el potencial de alterar tu vida. En ocasiones de manera radical”. Coe habla de las decisiones que cada conductor toma al volante, pero yo, que no conduzco, creo que en realidad habla de cada elección y renuncia que hacemos.  Edificamos nuestra vida sobre esas elecciones y renuncias. Me gusta la literatura que me enseña cómo vamos construyendo esa realidad, cómo elegimos el material equivocado, cómo derribamos muros, cómo ponemos otros donde nunca debieron estar, cómo vemos paredes donde sólo están nuestros miedos.

2019 ha sido un año lleno de tropiezos, pero también lleno de libros que me han ayudado a entender y a entenderme.

Todo lo que no te conté, de Celeste Ng (Alba Editorial). En rigor, este fue el último libro que leí el año pasado, lo hice en el tren de vuelta a Madrid después de pasar la Navidad en casa.  Es una novela sobre los silencios en torno a los que se tejen los lazos familiares. Una historia con mil capas que nos demuestra lo poco que sabemos a veces de quienes tenemos al lado. También tiene un fragmento que me persigue: «–No sé –dijo–. La gente decide cómo eres antes incluso de conocerte –miró a Jack con repentina intensidad–. Más o menos como has hecho tú conmigo. Se creen que lo saben todo de ti. Solo que nunca eres quien creen que eres».

El final del affaire, de Graham Greene (Libros del Asteroide). Una novela preciosa sobre el amor con mayúsculas. Ese que obliga a conjugar pasión, responsabilidad y fe. Una historia que crece en complejidad conforme avanzan las páginas. Pocos narradores como Greene para radiografiar la condición humana, para recordarnos que a veces el mayor acto de amor pasa por renunciar a estar con la persona amada. La vida puede ser muy estúpida.

El colgajo, de Philippe Lançon (Anagrama). Lo leí en un par de días, pero me golpeó durante semanas.  Lançon, superviviente del atentado de Charlie Hebdo, relata su durísimo proceso de recuperación, pero lo hace en un libro bellísimo que va mucho más allá. Cualquiera que haya pasado por un duelo (y el duelo puede tener muchas formas) encontrará refugio en este libro como su autor encontró refugio en la música de Bach o en los libros de Kafka. Escribí aquí sobre ‘El colgajo‘.

El arte de llevar gabardina, de Sergi Pàmies (Anagrama). Un libro de relatos delicioso, trece cuentos en los que se respira vida. Hay humor, desengaño, desamor, sueños truncados, hay música, está presente la muerte. Y antes de enfrentarse a ella una pregunta que nos atormenta a todos antes del ocaso: ¿he hecho feliz a alguien?

Gente normal, de Sally Rooney (Literatura Random House). Me gustó el primer libro de Rooney, pero aquí hay un salto importante. La escritora irlandesa parte de la premisa fácil de chico conoce a chica para presentarnos a dos personajes rotos, Marianne y Connell. Una pareja que se conoce en la adolescencia, que no para de cometer estupideces, de ahogarse en silencios. La historia de dos personas traumatizadas que durante años se quieren a pesar de sus propios traumas, que a menudo se quieren mal. No hay redenciones, ni finales felices. La novela es magnífica porque es la maldita vida.

Desierto sonoro, de Valeria Luiselli (Sexto Piso). Es una novela que habla de apaches y niños migrantes. Es la crónica de un viaje familiar por el interior de Estados Unidos hacia la frontera mexicana, pero es sobre todas las cosas el relato de una descomposición familiar. Ese momento en el que silencio se impone entre dos personas que se enamoraron escuchándose. Y lo pudre todo. Hacía mucho tiempo que no descubría una voz con tanta fuerza, un talento tan descomunal para escribir como el de Luiselli.

El cielo según Google, de Marta Carnicero (Acantilado). Una novela corta, a la que no le sobra ni le falta una coma. Una historia sobre cómo las mentiras condicionan vidas, propias y ajenas. Sobre como los hijos repiten los errores de los padres, como si la vida fuera un espejo.

Los sueños de Einstein, de Alan Lightman (Libros del Asteroide). Lightman se mete en la mente de Albert Einstein e imagina los sueños que tuvo el científico antes de parir la Teoría de la Relatividad. Una ensoñación en la que el tiempo se rige de una forma distinta cada noche.  ¿Cómo sería “un mundo en el que los besos besan lo inmediato”? Un libro delicioso.

Lluvia fina, de Luis Landero (Tusquets). Landero es uno de mis escritores favoritos, tiene una escritura bellísima hasta para narrar las escenas más duras. Aquí se desprende de ese humor cervantino que tan bien maneja para sumergirnos en una oscura historia de silencios familiares. Una reunión para celebrar el ochenta cumpleaños de la matriarca servirá para que el frágil equilibro familiar salte por los aires.

Iluminada, de Mary Karr (Periférica & Errata Naturae). Karr escribe como piensa, a bocajarro. Es cínica y descreída. Tiene un humor corrosivo. Aquí narra su descenso a los infiernos, sus problemas con el alcohol, su difícil proceso de desintoxicación y el papel que la fe desempeñó en esa recuperación. Y te ríes con ella. Es cierto que El club de los mentirosos me sigue pareciendo mucho más potente, pero me interesa todo lo que me cuente Karr.

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Este año han publicado novela dos de mis escritores favoritos: Ian McEwan y Julian Barnes. Y aunque siempre recomiendo leer todo lo que escriban ni Máquinas como yo, ni La única historia se han colado entre mis favoritos de los últimos doce meses. Aunque no han sido ellos mi mayor decepción del año.

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Y un poema.

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Y una canción.

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Feliz fin de década. Y felices lecturas en 2020.

Mis libros de 2018

Los últimos doce meses han sido un viaje en una montaña rusa. Un año extraño, de muchos altibajos, un año de decepciones también literarias. Haciendo recuento he leído muchos libros, pero creo que no he elegido demasiado bien. Aún así se salvan un puñado de títulos, lugares a los que querer regresar.

«Toda historia de amor no es otra cosa

que dos modos distintos de hilvanar los olvidos»

 

La primera mano que sostuvo la mía, de Maggie O’Farrell. Creo que mi novela favorita de este año, por la capacidad para describir y para mirar que tiene O’Farrell. Un libro en el que vuelve a ahondar entre lo que soñamos ser y lo que somos, un libro que nada entre las expectativas y la realidad. De cómo las mentiras condicionan vidas y de cómo la maternidad lo cambia absolutamente todo.

 

Una educación, de Tara Westover.  Imagina a una cría que crece en el seno de una familia mormona radical, perdida en las montañas de Idaho. Una cría que pasa su infancia trabajando en el desguace familiar, sin pisar la escuela ni visitar nunca al médico, soportando los malos tratos de un hermano psicópata. A los diecisiete entra en el sistema educativo y termina doctorándose en Cambridge. Tara Westover ganó Una educación y perdió a un padre y a una madre en el camino. Un libro doloroso e hipnótico.

 

Conversaciones entre amigos, de Sally Rooney.  Hay que leerlo como un relato generacional. Una novela fresca, divertida, que habla de hacerse mayor y de las decepciones que uno se lleva por el camino. El libro que regalar a todos los cascarrabias que dicen que los millennials no tienen nada que contar.

 

Mis rincones oscuros, de James Ellroy.  Llego veinte años tarde, pero es uno de esos libros que tardaré otros tantos en olvidar. El perro loco habla de su infancia y su adolescencia, de cómo el asesinato de su madre ha marcado toda su vida, de la obsesión con la que trató de averiguar quién estaba detrás del crimen. Un relato que muestra a un Ellroy mucho más inquietante (y ya es decir) de lo que nunca hubiera imaginado, un libro que explica todo su universo narrativo.

 

La dimensión desconocida, de Nona Fernández. Hice la transición del 2017 al 2018 con este libro extraño, peculiar, que habla de la necesidad de todo un país de hacer memoria. A través de sus propios recuerdos y de la historia real de un miembro del servicio secreto de la Fuerza Aérea Nona Fernández reconstruye los años de la dictadura de Pinochet. Un libro en el que hay secuestros, confesiones, huidas… mientras la vida sigue, instalada en una extraña cotidianidad.

 

La mujer singular y la ciudad, de Vivian Gornick.  Cuando leo a Gornick siempre tengo la sensación de que tiene algo que decirme, leo este libro y a la vez paseo con ella por las calles de Nueva York y la escucho y reflexiono. La autora repite mucho que el amor no es lo más importante en la vida, pero lo cierto es que al final demuestra que casi todo en la vida pivota en torno a esas cuatro letras.

 

Escrito en el cuerpo, de Jeanette Winterson. Es un libro que habla del amor, con mayúsculas, y de cómo vivirlo siendo la otra. Jeanette Winterson vivió una apasionada relación con Pat Kavanagh, pero también vio como ella regresaba a casa con su marido, el escritor Julian Barnes. Y a mí, que siempre me ha fascinado la historia de amor entre Barnes y Kavanagh, me estalló la cabeza al leer esta novela y descubrir el amor y el dolor que, intuyo, alimentan esta ficción. Advierto que tal vez no sea una novela para cualquier lector por el lirismo con el que escribe Winterson, pero es de una belleza desoladora.

 

Hija de revolucionarios, de Laurence Debray. Al llegar a la última página me habría encantado tener el teléfono de Régis Debray, llamarle y preguntarle qué piensa de este libro. Laurence Debray ajusta cuenta con su padre, el autor de Revolución en la revolución,  seguidor de Fidel Castro y el Che Guevara. Debray siempre fue un personaje controvertido, pasó cuatro años preso en Bolivia y después fue virando su comunismo radical hasta convertirse en consejero de Mitterrand.  Su hija enfatiza en que además de un revolucionario siempre fue un francés de familia bien, un burgués, alumno de la Escuela Normal Superior. El libro es una carta a su padre, pero también una enmienda a los intelectuales revolucionarios de café.  La autora abre el libro con una cita de El Misántropo, de Molière, que nunca sonó tan acertada: “Cuanto más se ama a alguien menos debe adulársele; el verdadero amor es el que nada perdona”

 

Corre, rocker, de Sabino Méndez. Pensando en los libros de memorias que he leído este año me quedo con las de Sabino Méndez. El letrista (y guitarrista) de Los Trogloditas repasa una época de la música y de la historia de España en la que las drogas fueron protagonistas. El músico desfiló por la cuerda floja, vio a amigos perderse en el abismo, pero consiguió salvarse. El retrato que hace de Loquillo lo deja a la altura del betún, pero el libro tiene unos cuantos años y la reconciliación con el Loco la selló La nave de los locos.

 

Aprender a hablar con las plantas, de Marta Orriols. Este libro habla del duelo y la traición, de cómo superar la muerte de tu marido apenas un par de horas después de que te dejara por otra. ¿Qué duele más? Una novela que flaquea al final, con un desenlace algo forzado, pero en la que late la vida, dolorosamente normal, en cada página.

 

 

Cierro el año terminando las estupendas memorias de Robert Gottlieb y con Los asquerosos, de Santiago Lorenzo, esperando en la mesita. Felices lecturas en 2019.

 

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Y una canción.

Mis libros de 2017

He leído de forma enfermiza durante varios meses de este año, como si fuera una droga. Y también tuve incapacidad absoluta para leer una sola página durante varias semanas a comienzos de este verano.  Un reencuentro casual en una librería de viejo con ‘Nubosidad variable’, de Carmen Martín Gaite, me despertó del letargo.

«La sorpresa es una liebre y el que sale de caza nunca la verá dormir en el erial».

– ‘Apegos feroces’, de Vivian Gornick (Sexto Piso).  Una novela autobiográfica o un libro de memorias hecho novela en la que se radiografía la relación de amor-odio entre una madre y una hija.  De cómo crecer en un bloque del Bronx, de cómo ser mujer y buscar la libertad, de cómo la infancia y la adolescencia marcan las relaciones futuras. De esas relaciones que naufragan porque no tienen un territorio propio que cartografiar.

– ‘La noche de la pistola’, de David Carr (Libros del KO). He hablado muchas veces aquí de mi debilidad por los libros de memorias y este es un ejercicio excepcional. Carr, ese periodista del New York Times al que vimos en ‘Page One’, decide investigar su propio pasado. Un pasado en el que se mezclan las drogas, los malos tratos, el alcohol y la reinserción. Un libro escrito con la precisión de un cirujano.

– ‘El anzuelo del diablo. Sobre la empatía y el dolor de los otros’, de Leslie Jamison (Anagrama). Todos nos llenamos siempre la boca con lo empáticos que somos. Después de leer este libro no solo reconocí la multitud de veces que no he sido empática con gente que quiero,  también me di cuenta de cómo esperamos la atención del otro, la empatía, sin ser capaz de pedir ayuda en voz alta. El primer y el último ensayo de este libro son excepcionales.

– ‘Qué vas a hacer con el resto de tu vida’, de Laura Ferrero (Alfaguara). He leído dos veces este libro maravilloso que habla de islas y de faros. De cómo todos nos comportamos como islas y de cómo hay gente que actúa como faro regalando luz a costa de la propia. Un libro sobre el dolor y sobre la incapacidad de quererse bien.

-‘Con rabia’, de Lorenza Mazzetti (Periférica). Sorpresa de final de año, no había leído nada de Mazzetti, ni conocía su historia personal. Aquí se mezclan vida y literatura porque Lorenza, que tiene una hermana gemela y fue sietemesina, vivió con sus tíos tras la muerte prematura de su madre. Unos tíos y unos primos, de apellido Einstein, a los que asesinaron las SS. Esa historia la convirtió en una novela en la que una adolescente abre los ojos a la vida y comprueba lo difícil que es todo por el mero hecho de ser mujer. Mazzetti está ya en mi altar personal junto a Natalia Ginzburg.

-‘El club de los mentirosos’, de Mary Karr (Periférica & Errata Naturae). Aquí también se mezclan vida y literatura. Es un libro de memorias en el que Karr mira su dramático pasado sin pizca de dramatismo. Un ejercicio de abrumadora sinceridad.

– ‘Mejor la ausencia’, de Edurne Portela (Galaxia Gutenberg). De cómo la violencia genera violencia hasta convertirse en algo estructural. Cuenta la historia de una familia de la margen izquierda del Nervión en la época de violencia brutal de ETA, de los GAL,  el paro y la desindustrialización. Portela juega con dos voces, la de una niña y la de esa niña convertida en adulta. Esa primera parte, con esa voz infantil, es buenísima. En este momento de fenómeno ‘Patria’ merece mucho la pena acercarse al trabajo de Portela, también a su primer ensayo: ‘El eco de los disparos’.

– ‘El domingo de las madres’, de Graham Swift (Anagrama). Una novela bellísima de la que casi no se puede decir nada para no romper la magia. Es cortísima, pero esa larga primera escena es de lo mejor que he leído este año.

-‘La vida negociable’, de Luis Landero (Tusquets). Landero es uno de mis escritores españoles favoritos y en esta novela reúne todo su universo. Un pícaro que se inventa mil vidas y ve mil veces cómo se derrumba. Un libro que ha dado para muchas tertulias con amigos en las que nos planteábamos cómo vamos negociando con la vida y traspasando líneas rojas que nunca imaginamos.

-‘Cáscara de nuez’, de Ian McEwan (Anagrama). El Nobel se lo ha llevado Ishiguro pero, para mí, McEwan es junto a Julian Barnes el mejor escritor inglés vivo. Sí, ya sé que eso es mucho decir de la Generación Granta. Esta novela es puro McEwan, dilema moral mediante. El narrador es un feto  y la cáscara de nuez que mencionó Shakespeare en ‘Hamlet’ es el útero materno desde el que ese feto se siente rey del espacio infinito.

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Y una canción.