(NOTA: Mi amigo De La Calle vivió un año en Pucela y escribió unas historias narrando aquella experiencia que no me puedo guardar para mi. Aquí la primera entrega)
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Tenía que haberlo intuido el viernes. Pero no, no lo hice. Las manchas de kalimotxo en el suelo o que nadie abriera la puerta de su habitación al escuchar una voz nueva en el pasillo eran muestras inequívocas de que aquello no empezaba bien. El resto llegó el domingo. Y días, semanas y meses después.
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Solté las maletas y ni siquiera las deshice. Me senté en el salón esperando que alguien entrara por la puerta del piso. Alguien con quien hablar, pensé. Era lo único que podía hacer en una ciudad en la que no paraba de llover -diluviaba desde que había llegado dos horas antes- y en la que una persona como yo -mi fuerte nunca fue la orientación- se hubiera perdido con facilidad.
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Entró en el piso sin encender la luz de la entrada y asomó la cabeza por la puerta del salón, donde yo seguía sentado. Me miró y no dijo nada a mi entusiasta hola. Este es el rarito del piso, me dije convencido.
Al rato se repitió la escena. ¿Dos raritos? Bueno, ella será la simpática.
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Llegó al rato. Venía acompañada. Sí me saludó, y además me presentó a su acompañante.
– Esta es mi mami.
Era como poco 30 años mayor que ella. En parte tenía razón. Solo en parte.
Después de las presentaciones no hubo más preguntas. Se fueron a la habitación de ella. Hubo risas al fondo del pasillo. Y mientras, en el salón, me preguntaba dónde me había metido. La respuesta vendría después. Aunque claro, era esto o la orilla del Pisuerga. Con el tiempo aprendí que la segunda opción hubiera sido una mala opción -el frío de esta ciudad estira la piel a nivel lifting-. Pero eso es otra historia.
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Cuando me metí en la cama, en mi cabeza se repetían en bucle infinito estas palabras: Madrid. Viernes. Menos de cinco días.