No es solo un libro
by Lara Hermoso
Hasta que cumplí los diez años la gente solía confundirse y, en lugar de Lara, me llamaban Sara, Laura o Clara. Yo me enfadaba, pataleaba, me indignaba, gritaba y hasta alguna lágrima dejé escapar. Pero cuando cumplí los seis decidí que no podía seguir así y tomé la primera gran decisión de mi vida, me convertí en una especie de Escarlata O’Hara: “Aunque tenga que matar, engañar o robar, a Dios pongo por testigo que todos os aprenderéis mi nombre”. Dicen que tengo buena dicción, creo que todo es fruto de aquel largo tiempo que pasé deletreando las cuatro letras de mi nombre como si fuera la partitura de la novena sinfonía: ele, a, erre, a; ele, a, erre, a… La cosa es que en medio de mi cruzada contra las Sara(s), Laura(s) y Clara(s) se cruzó Mi Hermana Clara. Una Clara que no tenía ningún parentesco conmigo, pero que me abrió las puertas de otro mundo, que me enseñó que era posible volar sin moverme del sofá, que me abrió los ojos. La maldita Clara me conquistó para su causa, olvidé mi cruzada personal, claudiqué. Y acabé leyendo todos los libros de aquella colección de literatura infantil.
Después de aquello vino El Barco de Vapor. Y Astérix y Obélix. Y Mortadelo y Filemón. A los once gané un concurso en el colegio y recogí, delante de alumnos, profesores y padres, un diploma hecho en Word, con dibujitos, en el que se me acreditaba como buena estudiante o algo parecido. Eso da igual. Lo importante es que el premio fue un ejemplar de Matilda, una edición amarilla y azul de Alfaguara que leí la tarde siguiente, sin pestañear. Y me enamoré de aquella pequeña rata de biblioteca que leía para sobrevivir (* Nota: cuando tiempo después vi la película tuve la certeza de que jamás me gustaría una adaptación cinematográfica de ninguno de ‘mis’ libros).
Y como si fuera Dorothy recorriendo un camino de baldosas amarillas pasé de Clara y Matilda a Drácula y a lecturas algo más densas. A los dieciséis me encantaba leer cosas que en realidad no entendía. Saltaba de Sartre a Camus y a Milan Kundera. Soy, siempre lo fui, una lectora indisciplinada, leo sin orden ni concierto. Soy una abandona libros porque una vez escuché a Jorge Herralde decir que “la vida es demasiado corta para leer libros malos”. Soy ese tipo de persona que cree que un libro no se le puede regalar a cualquiera.
Y todo este rollo viene porque el otro día un amigo criticó mucho mi libro favorito. Y me enfadé. Y me dolió. Y ahora tengo ganas de gritar que un libro no es un puñado de hojas grapadas y encuadernadas, que cada una de las novelas que tengo en la estantería son un trozo de mí. Son mis cicatrices y mis lunares. Molly Lane, Cecilia, Emma Bovary, Nathan Zuckerman, Madeleine Hanna y Clara y Matilda, y un largo etcétera, son personajes con los que he llorado, reído, con los que me he enfadado. Y sigo conservando un ejemplar de Mi hermana Clara y el ángel de la guarda y aquella vieja edición de Matilda, porque espero que si algún día tengo un hijo sepa aprender a volar a través de sus páginas.
Me gusta pensar que todos los libros que guardo en la mochila son los lugares donde he sido más feliz, a los que siempre quiero volver. A ‘Amsterdam’ y a Ian McEwan.
*
Y una canción.
No sé cómo he llegado hasta aquí, pero me ha resultado maravilloso. Y tenía que decírtelo.
Fan total.